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Hay algo perverso en la forma en que la sociedad glorifica la calma, nos repiten que “todo pasa”, que “hay que soltar”, que “no vale la pena alterarse”, como si el alma fuera un interruptor que se apaga con frases prefabricadas, como si contener fuera más civilizado que sentir.
Fingir calma no es sanar, es anestesiarse con elegancia, decorar el derrumbe para que parezca equilibrio, aprender a sufrir en silencio de forma aceptable. Negamos lo que sentimos, pero no lo borramos: lo archivamos en el cuerpo, y ese archivo se abre tarde o temprano en forma de insomnio, ansiedad, cansancio inexplicable o apatía.

Desde la infancia aprendemos a reprimir emociones: “No llores”, “No exageres”, respiramos bajito, sonreímos cuando deberíamos gritar. Esa actuación se vuelve identidad, y aparece la sensación de estar viviendo en pausa, interpretando el papel de alguien que ya no recuerda quién era. A veces, lo más honesto es gritar, llorar, saltar o correr , aunque duela y aunque el mundo no sepa cómo reaccionar.

Desde pequeños nos enseñan que ser aceptable significa ocultar lo que duele o incomoda. La sonrisa se convierte en uniforme, la calma en obligación, la satisfacción de los demás en prioridad.

La psicología lo llama máscara social: la versión de nosotros que mostramos al mundo para cumplir expectativas y evitar conflictos. Pero esa máscara deja fuera lo que nos hace humanos: la ira, el miedo, la tristeza y la vulnerabilidad.

Nos adaptamos para encajar y, con cada ajuste, perdemos un poco de nuestra autenticidad. Las emociones fuertes se consideran peligrosas o incómodas, y así domesticamos nuestros impulsos y deseos. Actuamos como si todo estuviera bien, aunque el interior esté en llamas.
La represión emocional deja huellas físicas. Dolores, insomnio, ansiedad y fatiga son señales de emociones no expresadas. El cuerpo recuerda lo que la mente reprime, Escuchar al cuerpo es un paso hacia la autenticidad, reconocer lo que calla nos permite empezar a vivir sin la carga invisible que arrastramos desde la infancia

Las redes sociales, la productividad, las conversaciones superficiales: todo nos empuja a construir una imagen impecable de nosotros mismos. La apariencia de equilibrio se convierte en obligación, este culto a la perfección obliga a priorizar lo correcto sobre lo sentido. Nos acostumbramos a pulir nuestras emociones para encajar. Con el tiempo, la autenticidad se vuelve incómoda y el verdadero yo quedo relegado al silencio.

Solo cuando dejamos de buscar aprobación podemos aceptar nuestra propia verdad. Podemos mostrar calma, sí, pero también mostrar lo que sentimos, sin miedo ni maquillaje.
Llegar al límite no siempre se anuncia, la represión acumulada y las máscaras crean un punto de quiebre, fingir calma deja de ser posible y todo lo contenido busca salida. El dolor no es un castigo; es un recordatorio de que estamos vivos y de que podemos reconstruirnos de manera genuina y consciente.

Mostrar quiénes somos de verdad es un acto de resistencia. La autenticidad fortalece la conexión con nosotros mismos y genera relaciones profundas, aceptar lo incómodo, lo doloroso y lo contradictorio no es debilidad, sino un desafío consciente frente a la presión de la sociedad, cada gesto auténtico es una pequeña revolución interna.
No voy a suavizar la rabia, la tristeza, la ansiedad ni la vulnerabilidad, no voy a disfrazar mis heridas ni el derrumbe, lo que siento es real y tiene derecho a ser sentido, mostrado y atravesado. La honestidad emocional libera, vivir sin endulzar la realidad nos da la fuerza de ser completamente nosotros mismos, sin pedir permiso, sin buscar aprobación, sin miedo. La verdadera victoria está en enfrentar lo que sentimos, honrar nuestra experiencia y caminar con la certeza de que ser auténtico es el acto más valiente que podemos realizar.