Amar es medicina, amar es veneno, Creí que el dolor era amor, hasta que entendí que amar no debería doler, Sobrevivir… no es amar.
Prólogo
Lo que intento decir se rompe antes de salir.
Se queda atrapado en el pecho, pesado, áspero, como un eco que nunca termina de nacer.
Hay cosas que no sé cómo poner en palabras, así que las convierto en fragmentos, pedazos rotos:
recuerdos que arden, silencios que gritan, cicatrices que todavía respiran.
Amar, a veces, es medicina. Pero otras, es veneno. Creí que el dolor era prueba de pasión, que si me rompía, era normal. Hasta que entendí que no: que amar no debería doler tanto, que el amor que quema no siempre cura, y que sobrevivir… no es lo mismo que amar.
Recuerdo los primeros días como luz y humo, risas compartidas, llamadas que duraban hasta el amanecer, promesas que parecían eternas, de esas que uno no cuestiona porque quiere creer. Al principio, todo parecía sincero, había una energía que me hacía sentir visto, comprendido, casi elegido, esa sensación adictiva de creer que alguien por fin te entiende.
Y entonces, empecé a entregar más de lo que tenía, pequeños gestos, pequeños silencios, pequeñas renuncias, nada que pareciera grave, nada que sonara a peligro. Pero el laberinto nunca se presenta como tal, se disfraza de refugio, te abre la puerta y te invita a entrar, y cuando te das cuenta, las paredes ya tienen tu forma, los primeros signos eran sutiles, comentarios disfrazados de broma, celos disfrazados de cuidado, exigencias disfrazadas de amor.
“Solo me preocupo por ti.” “Si me quisieras de verdad, no harías eso.” “Es que no quiero perderte.”
Y así, poco a poco, la culpa se volvió rutina, aprendí a medir mis palabras, a calcular mis gestos, a anticipar su reacción antes de hablar, me acostumbré al ruido, pensaba que era pasión, pero era control. Había algo adictivo en esa montaña rusa: los momentos de calma eran tan breves que cuando llegaban, los celebraba como un milagro, como si el amor fuera eso: sobrevivir al próximo estallido
Empecé a cambiar, mis amigos lo notaron primero, mi risa sonaba distinta, decían, mi mirada estaba más cansada, yo lo negaba todo, claro, porque aceptar que el amor se había vuelto una jaula era aceptar que había perdido el mapa para salir.
Una mirada que juzgaba, una palabra que hería, un silencio que duraba demasiado, y yo, que antes creía en la libertad del amor, empecé a confundir obediencia con entrega, pensaba que amar era ceder. Que las discusiones eran pruebas de fuego, que, si dolía, era porque valía la pena, hasta que comprendí que no.
Que cada vez que callaba para no discutir, se apagaba una parte de mi voz, que cada vez que justificaba lo injustificable, se rompía una parte de mi alma, que cada vez que decía “estoy bien” sabiendo que no lo estaba, levantaba otro muro dentro de mí, un día desperté con la sensación de que ya no recordaba quién era, mi reflejo en el espejo parecía una sombra, sonreía por costumbre, hablaba por inercia, un golpe evidente, fue un susurro que se coló entre mis certezas, un “te necesito” que sonaba a promesa, pero era una cadena.
Salí de ahí con heridas que todavía respiran, pero también con la claridad que solo deja el fuego, la de saber que el amor no debe doler tanto, que la calma no debería dar miedo, y que sobrevivir no es lo mismo que amar. Ahora miro hacia atrás y entiendo que a veces, el laberinto no está afuera, sino adentro. Que hay que desandar los pasillos del propio miedo para volver a encontrar la salida, cuando por fin lo haces, cuando te ves frente a la luz, entiendes que amar no era perderse en otro sino recordarse a uno mismo.
Las relaciones tóxicas no explotan de golpe, se cocinan lentamente, Un comentario hiriente hoy, un silencio que congela mañana, un abrazo que anestesia pasada mañana, y vuelves, siempre vuelves. Porque confundes intensidad con amor, drama con pasión, control con cuidado.
Un sube y baja que consumía, pero que, al mismo tiempo, parecía necesario, como una droga que duele, pero que calma, al principio lo llamaba amor. Decía que el fuego era parte del encanto, hasta que entendí que resistir no es lo mismo que amar, cada palabra cortante se disfrazaba de broma, cada celosía, de preocupación, cada exigencia, de cuidado, yo, ingenuo, confundía el veneno con medicina.
Me fui apagando sin notarlo, dejé de hacer lo que amaba, dejé de verme con quienes me recordaban quién era, aprendí a callar para evitar la tormenta. Las heridas no se cierran rápido, el alma sigue temblando, incluso en calma, pero al fin respiras sin permiso, sin miedo, sin medir cada gesto, entendí que el amor no debería doler tanto, que la calma no es aburrimiento, y que sobrevivir no es lo mismo que amar.
Ese día en que la anestesia de la reconciliación deja de funcionar, cuando ya no hay palabras que apacigüen, cuando los “lo siento” ” se vuelven huecos. Ese momento en que ves la herida abierta, cruda, sin vendajes, sin las excusas que antes te ayudaban a soportarla. El cuerpo recuerda lo que la mente había intentado olvidar, y el corazón late con una claridad que asusta, ese día comprendí que lo que creía pasión, lo que justificaba con “es amor, es intensidad, es normal”,era prisión.
No había fuego que iluminara, solo muros que se cerraban más rápido de lo que podía retroceder, y mientras el silencio se vuelve insoportable, te das cuenta de que cada concesión, cada disculpa forzada, cada mirada que esquivabas para evitar la tormenta, no era entrega: era encierro, que sobrevivir a esos días no era prueba de amor, era resistencia, adaptación… una forma de rendición disfrazada de pasión.
Ese día entendí que amar no debería doler tanto, que la calma no debería dar miedo, qué la libertad no se pide, se siente, Que lo que creí intenso y verdadero era solo un laberinto de cadenas invisibles, y que la salida no estaba en otro, sino en recordar quién era yo antes de perderme.
Un día respiras distinto, El aire ya no pesa en el pecho, el silencio deja de asustar y se vuelve espacio, la soledad ya no es abandono, sino refugio donde tus pensamientos encuentran orden. Descubres que sobreviviste, qué cada lágrima, cada miedo, cada “te necesito” que se quedó atrapado, te dejó más fuerte de lo que imaginabas, empiezas a reconocerte en los gestos simples: una risa que surge sin permiso, una mirada que se mantiene firme, un deseo que no pide disculpas, y entonces entiendes que no estabas roto por completo
Solo estabas aprendiendo a reconocer tu valor, a reconstruir los fragmentos de tu corazón sin encajarlos en la historia de alguien más, respiras y sabes que la vida todavía puede doler, pero que también puede sanar, que amar no es perderse, sino recordar quién eres y permitir que tu luz vuelva a brillar, sin miedo, sin cadenas, sin excusas.
Me amaste como tormenta, me dejaste como escombro, me rompiste y me enseñaste que amar no siempre cura, hoy me reconstruyo. Ya no soy tu prisionero, ya no soy tu paciente, Aunque duela, aunque arda, sigo respirando, sigo siendo yo, cuando entiendes que sobrevivir también es victoria, que cada herida puede volverse luz, que cada lágrima puede ser puente hacia ti….
Mírame repetir tus pasos, fingir que no arde, caminar sobre el eco de lo que fuimos. Repetir tus pasos, fingir que no arde, caminar sobre el eco de lo que fuimos. Pero no me siento como tú.